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Reconciliarse con la felicidad – por Elizabeth Eaton

Es una cuestión cultural, para nada la alegría de encontrarse en el Cristo crucificado.

En su libro Smile or Die: How Positive Thinking Fooled America and the World (Sonríe o muere: sobre cómo el pensamiento positivo engañó a América y el mundo) Barbara Ehrenreich escribió sobre la incansable presión que enfrentaba para ser optimista mientras se sometía a un tratamiento contra el cáncer. Cualquier interrupción de la actitud positiva proporcionaría ayuda y consuelo a las células cancerígenas que atacaban su cuerpo y ella sería, de alguna manera, responsable del fracaso de su tratamiento. ¡El pensamiento positivo conduce a resultados positivos que, inexorablemente, llevan a la felicidad!

La búsqueda de la felicidad se ha vuelto obsesión en la cultura estadounidense. La incomodidad, la intranquilidad y la enfermedad deben evitarse si es posible y debe lidiarse con ellas de manera firme con la ayuda del analgésico apropiado —ya sea médico, emocional, social o religioso— si es necesario. No se debe tolerar la tensión en las relaciones o dentro de uno mismo. El alivio se convierte en el bien mayor.

Nos hemos convertido en una sociedad que no soporta el dolor, anestesiada. Creemos que todo es justo y tal como es. O, al menos, creemos que todos los demás llevan una vida modelada en una familia perfecta, y encuentran la felicidad y la plenitud en una vida profesional increíble mientras hacen trabajo voluntario merecedor del premio Nobel de la Paz, investigaciones aptas para una disertación en su afición por estudiar la historia rural de la Francia del siglo 19 y trabajan en un huerto orgánico sustentable en su tiempo libre. Todo ello sin esfuerzo. Y si no estamos viviendo esa visión de la buena vida, entonces necesitamos ponernos las pilas.

En este sentido, la felicidad, tal como se define en nuestra cultura, está sobrevalorada.

Hay momentos en nuestras vidas en los que debemos pasar por el dolor. Hay momentos en los que la tensión no se debe solucionar con demasiada rapidez. Hay momentos en los que debemos de pasar por dificultades. No estoy defendiendo la dureza de «cuando tenía tu edad caminábamos cuesta arriba para ir y volver de la escuela entre la nieve mientras masticábamos pintura y nos envolvíamos en asbestos». Al contrario, lo que externo es la posibilidad de que esa “felicidad” que evita toda incomodidad es una ilusión desesperada y estéril. Amortigua la vida y puede convertirse en una especie de cautividad, una búsqueda agotadora de un alivio que, significativamente, lleva a una vida en la que nos consumimos. Acabamos siendo desesperadamente felices.

La vida en Cristo ofrece una alternativa. El gozo. Ésta es una participación activa, viva, en el amor misericordioso de Dios, demostrado en la muerte y resurrección de Cristo. La crucifixión no fue un evento carente de dolor. La Pasión fue el intento deliberado de Jesús de desligarse de cualquier cosa que mitigara o suavizara la agonía del pecado y la muerte que atacan a la vida y el amor.

“La actitud de ustedes debe ser como la de Cristo Jesús, quien, siendo por naturaleza Dios, no consideró el ser igual a Dios como algo a qué aferrarse. Por el contrario, se rebajó voluntariamente, tomando la naturaleza de siervo y haciéndose semejante a los seres humanos. Y al manifestarse como hombre, se humilló a sí mismo y se hizo obediente hasta la muerte, ¡y muerte de cruz!” (Filipenses 2:5-8).

Este acto supremo de presencia y vulnerabilidad radicales por parte de un Dios apasionado nos da vida, esperanza y un futuro, incluso y especialmente, frente a todas las cosas feas y mortales que la vida nos lanza a la cara. Esto se opone diametralmente a una “felicidad” que nos encierra en una comodidad vacía. Éste es el verdadero gozo.

Resulta extraño y difícil que la cruz sea un símbolo de alegría. Podría resultar aún más extraño y difícil creer y confiar en que una vida conformada al sufrimiento, servicio y muerte de Jesús sea, de hecho, la buena vida. El mundo ofrece “felicidad”; Cristo da gozo. El mundo quiere lo “fácil”; nuestra vida en Cristo da simplicidad. El mundo promueve una vida anestesiada; la vida cruciforme hace posible que estemos completamente presentes. El mundo pregona el pensamiento positivo; nosotros estamos invitados a ser del mismo pensamiento que encontramos en Cristo.

Y por lo tanto, querida iglesia, ¿qué forma podría adoptar este gozo? Unidos en el bautismo hasta la muerte y resurrección de Cristo, podemos estar plenamente conscientes del sufrimiento —el nuestro y el de los demás— y no alejarnos. Al reconocer el dolor, nos vemos impulsados a llevar la sanación. Vivir en la tensión entre la misericordiosa voluntad de Dios y la desolación causada por el pecado humano para el que la cruz aporta un mayor alivio, podemos señalar la victoria de Dios al final, aunque tengamos dificultad para darnos cuenta en nuestras comunidades.

Jesús no murió para hacernos felices. Jesús murió para que su alegría pueda encontrarse en nosotros y que esa alegría sea completa.

Mensaje mensual de la obispa presidente de la Iglesia Evangélica Luterana en América. Esta columna apareció por primera vez en la edición de noviembre de 2015 de la revista en inglés The Lutheran. Reimpreso con permiso.

La indefinida temporada de Adviento – por Elizabeth Eaton

En el Cristo hecho carne, Dios nos encuentra y proporciona descanso a los corazones inquietos.

Oh ven, oh ven Emanuel, y rescata a la cautiva Israel que llora en solitario exilio aquí hasta que aparezca el Hijo de Dios (ELW por sus siglas en inglés, 257).

Adviento. Es una temporada de preparación y anticipación. Puede llegar a ser agotadora e implacable. El periodo comercial que lleva a la Navidad sin duda se ha hecho más largo. A veces, justo después del Día del Trabajo ya aparecen los escaparates navideños en las tiendas; la publicidad salta en nuestras laptops y dispositivos electrónicos de mano, y los villancicos se convierten en música de fondo en todas partes. Y se librará la guerra anual por la adoración navideña entre los pastores y la gente para decidir si se cantan villancicos navideños en la iglesia durante el Adviento. Pero no voy a tratar ese debate épico en esta columna.

Más bien, lo que quiero es considerar el profundo y santo anhelo que forma parte de esta temporada. Es significativo que las palabras de los profetas y el anhelo de Israel en el exilio sean tan prominentes en las lecciones designadas para el Adviento. La gente anhelaba que viniera el Señor, que actuara, que los redimiera, que los llevara a casa. Su exilio en Babilonia ya no era difícil. Muchos habían conseguido una buena vida, habían tenido hijos y se habían establecido. Pero no estaba del todo bien. Estaban físicamente presentes en Babilonia, pero sus corazones no estaban allí.

Creo que el Adviento es así para nosotros. La tierra es la buena creación de Dios. Encontramos mucha alegría en esta vida. Como luteranos, no nos apartamos del mundo, sino que participamos del mismo creyendo que es un don. Pero también sabemos que no está del todo bien. Que existen la desolación y el dolor: el dolor que experimentamos, el dolor que otros causan, el dolor que les causamos a otros. Y, debido a nuestra desolación, nos volvemos hacia nosotros mismos intentando, en una autosuficiencia fútil, estar completos.

De alguna manera, el Adviento crea una cierta inquietud. Puede que sea una de las pocas temporadas del año en las que nos hacemos más conscientes de nuestro deseo de plenitud y en la que estamos más alerta a las señales de que algo se acerca. Es como oír un sonido en la distancia que anuncia algo, pero que no podemos identificar con claridad. Creo que el Adviento es un tiempo liminar, un umbral. Los celtas a esto lo llamaban un “lugar estrecho, fino”, un lugar y tiempo en el que la tierra y el cielo parecen tocarse. Está justo ahí, apenas más allá de lo que se puede ver, justo más allá de nuestro alcance. Y nos invade un santo anhelo. Isaías lo dijo: “¡Ojalá rasgaras los cielos, y descendieras! …” (Isaías 64:1).

¿Qué hay en nosotros que nos hace preocuparnos, que nos vuelve inquietos? Isaías también escribió: “A pesar de todo, Señor, tú eres nuestro Padre; nosotros somos el barro, y tú el alfarero. Todos somos obra de tu mano” (Isaías 64:8). Parece que este anhelo del Adviento es una conciencia de que no estamos completos apartados de Dios. En el Adviento nos encontramos en ese momento incierto e inquieto entre el fin del viejo año y el inicio del nuevo, un lugar estrecho y fino en el que nos acercamos a Dios dándonos cuenta, como escribió San Agustín: “Tú nos has formado para ti mismo, y nuestros corazones están inquietos hasta que encuentran su descanso en ti” (Confesiones).

Pero no podemos llegar ahí por nosotros mismos. Ésta no es nuestra obra, sino la de Dios. La espera confiada en el Señor es el propósito del Adviento: aguardar, anhelar, esperar, creer.

Y Dios es fiel. Escuchamos del profeta Sofonías que Dios promete: “En aquel tiempo yo los traeré, en aquel tiempo los reuniré…” (Sofonías 3:20).

Pero Aquél por el que esperamos no está contento con tan sólo acercarnos, sino que cumple esta promesa viniendo a nosotros como Emanuel, Dios con nosotros. En el Cristo hecho carne, Dios viene a nosotros, nos encuentra y da descanso a nuestro corazón inquieto.

Un amigo mío dijo: “El mundo ansía un sentido más profundo de la conexión espiritual, pero no hemos descubierto cómo encontrarnos con el mundo en esa conversación y anhelo. ¿Cómo puede ser el Adviento el inicio de esa nueva conversación? ¿Qué tan diferente sería el Adviento si pudiéramos empezar a pensar en ese profundo anhelo como parte de nuestra jornada de Adviento?”

Sentirnos inquietos en esta temporada podría ser bueno para nosotros. Dios no decepcionará.

¡Alégrense! ¡Alégrense! Emanuel vendrá a ti, oh Israel (ELW, 257).

Mensaje mensual de la obispa presidente de la Iglesia Evangélica Luterana en América. Esta columna apareció por primera vez en la edición de diciembre de 2015 de la revista en inglés The Lutheran. Reimpreso con permiso.