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Proclives a la paradoja

Obispa Elizabeth Eaton, columna de agosto de 2016 en Living Lutheran

Un cristiano es un señor perfectamente libre de todo, sujeto a nada. Un cristiano es un servidor perfectamente solícito con todos, servidor de todos, sujeto a todos (Martín Lutero en La libertad cristiana).

¡A los luteranos nos encantan las paradojas! Ley y evangelio. Santo y pecador. Libre y encadenado”.

Esta inclinación por la paradoja, o al menos el reconocimiento de que ésta forma parte de la tradición luterana, solía citarse como fortaleza durante la fase de conversación sobre Called Forward Together in Christ (Llamados a avanzar juntos en Cristo) mantenida a nivel de organización nacional.

Durante cuatro meses, asambleas sinodales, consejos sinodales, la Conferencia de Obispos, el Consejo Eclesial de la ELCA, asociaciones étnicas de la ELCA, personal de la organización nacional, la Red de Formación de la Fe, personas individuales, agencias e instituciones han estado orando y considerando unidas cuáles podrían ser las prioridades de Dios para la ELCA. Ha sido un proceso en el que se ha sentido mucha implicación y energía.

Temas definidos surgieron por toda esta iglesia. La siguiente fase del proceso presentará estos temas para la consideración de todos nosotros en la ELCA; una vez más, en sínodos, congregaciones, agencias, facultades y universidades, seminarios y la Asamblea General.

Aviso para lectores, se incluyen detalles reveladores: Voy a presentar dos de los temas ahora. En primer lugar, al describir lo que significa ser un luterano de la ELCA o al responder la pregunta “¿Qué está llamando Dios a convertirse a la ELCA?”, respondimos aplastantemente que “una iglesia diversa, incluyente y multicultural”. En los marcos en los que dirigí la conversación, advertí gentilmente a los pastores que dejaran a los laicos hablar para que pudieran ser oídos todos los bautizados. Se entiende que la diversidad es étnica, económica y generacional. Dijimos que las comunidades deben reflejar las comunidades en las que están plantadas. ¡Maravilloso!

El segundo tema que mencionaré ahora es que la ELCA está constituida de tal manera que no se puede exigir mucha responsabilidad. Los miembros de la ELCA pueden decidir participar o no en la vida de su congregación. Las congregaciones pueden decidir participar o no en la vida del sínodo o de la más amplia iglesia. Los pastores pueden decidir participar o no más allá de sus congregaciones. Incluso los sínodos y los obispos suelen verse atrapados entre sus contextos específicos y su participación en las decisiones de la organización nacional.

No somos malas personas. La abrumadora mayoría de nosotros no tenemos intención de llevar la contraria. Hay fuerzas en acción que exacerban esta falta de responsabilidad. La primera es cultural: el cristianismo americano es congregacional y la autonomía del individuo está casi a un pelo de ser sacrosanta. Esto tuvo un inicio muy anterior al agotamiento de la confianza en las instituciones en las décadas de los 60 y 70. Se entiende que la pertenencia a una iglesia es una asociación voluntaria. Uno puede entrar y salir cuando quiera. En el contexto americano, la fe es un asunto privado.

La segunda es que se necesitó mucha sensibilidad para cuidar las historias, organizaciones y eclesiologías de los organismos eclesiales que nos precedieron (la Asociación de Iglesias Evangélicas Luteranas, la Iglesia Luterana Americana, la Iglesia Luterana en América) cuando estaba naciendo la ELCA. Fue un salto de fe enormemente osado convertirse en la ELCA. Creo que todavía nos estamos esforzando por confiar los unos en los otros.

Nuestras conversaciones en el proceso de Llamados a Avanzar Juntos en Cristo demuestran que creemos que Dios nos está llamando a ser una iglesia diversa e incluyente. Necesitamos dejar clara nuestra motivación. Si es el deseo, sin importar lo bien intencionado o noble, por diversificar la iglesia, no creo que Dios bendiga nuestros esfuerzos. Pero si es nuestro más ardiente deseo compartir el amor íntimo y liberador de Jesús, entonces tendremos que pedirnos cuentas unos a otros mientras adoptamos las duras pero santas medidas de abrir puertas en una iglesia de raza blanca en un 94 por ciento de su membresía.

Lo que me lleva a la cita de Lutero al inicio de esta columna. La fe es personal –Dios nos ama a cada uno de nosotros– pero nunca es privada, ni se vive separados de otros cristianos. En Cristo hemos sido liberados y, en esa perfecta libertad, estamos sujetos los unos a los otros y somos responsables ante los demás.

Mensaje mensual de la obispa presidente de la Iglesia Evangélica Luterana en América.

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La indefinida temporada de Adviento – por Elizabeth Eaton

En el Cristo hecho carne, Dios nos encuentra y proporciona descanso a los corazones inquietos.

Oh ven, oh ven Emanuel, y rescata a la cautiva Israel que llora en solitario exilio aquí hasta que aparezca el Hijo de Dios (ELW por sus siglas en inglés, 257).

Adviento. Es una temporada de preparación y anticipación. Puede llegar a ser agotadora e implacable. El periodo comercial que lleva a la Navidad sin duda se ha hecho más largo. A veces, justo después del Día del Trabajo ya aparecen los escaparates navideños en las tiendas; la publicidad salta en nuestras laptops y dispositivos electrónicos de mano, y los villancicos se convierten en música de fondo en todas partes. Y se librará la guerra anual por la adoración navideña entre los pastores y la gente para decidir si se cantan villancicos navideños en la iglesia durante el Adviento. Pero no voy a tratar ese debate épico en esta columna.

Más bien, lo que quiero es considerar el profundo y santo anhelo que forma parte de esta temporada. Es significativo que las palabras de los profetas y el anhelo de Israel en el exilio sean tan prominentes en las lecciones designadas para el Adviento. La gente anhelaba que viniera el Señor, que actuara, que los redimiera, que los llevara a casa. Su exilio en Babilonia ya no era difícil. Muchos habían conseguido una buena vida, habían tenido hijos y se habían establecido. Pero no estaba del todo bien. Estaban físicamente presentes en Babilonia, pero sus corazones no estaban allí.

Creo que el Adviento es así para nosotros. La tierra es la buena creación de Dios. Encontramos mucha alegría en esta vida. Como luteranos, no nos apartamos del mundo, sino que participamos del mismo creyendo que es un don. Pero también sabemos que no está del todo bien. Que existen la desolación y el dolor: el dolor que experimentamos, el dolor que otros causan, el dolor que les causamos a otros. Y, debido a nuestra desolación, nos volvemos hacia nosotros mismos intentando, en una autosuficiencia fútil, estar completos.

De alguna manera, el Adviento crea una cierta inquietud. Puede que sea una de las pocas temporadas del año en las que nos hacemos más conscientes de nuestro deseo de plenitud y en la que estamos más alerta a las señales de que algo se acerca. Es como oír un sonido en la distancia que anuncia algo, pero que no podemos identificar con claridad. Creo que el Adviento es un tiempo liminar, un umbral. Los celtas a esto lo llamaban un “lugar estrecho, fino”, un lugar y tiempo en el que la tierra y el cielo parecen tocarse. Está justo ahí, apenas más allá de lo que se puede ver, justo más allá de nuestro alcance. Y nos invade un santo anhelo. Isaías lo dijo: “¡Ojalá rasgaras los cielos, y descendieras! …” (Isaías 64:1).

¿Qué hay en nosotros que nos hace preocuparnos, que nos vuelve inquietos? Isaías también escribió: “A pesar de todo, Señor, tú eres nuestro Padre; nosotros somos el barro, y tú el alfarero. Todos somos obra de tu mano” (Isaías 64:8). Parece que este anhelo del Adviento es una conciencia de que no estamos completos apartados de Dios. En el Adviento nos encontramos en ese momento incierto e inquieto entre el fin del viejo año y el inicio del nuevo, un lugar estrecho y fino en el que nos acercamos a Dios dándonos cuenta, como escribió San Agustín: “Tú nos has formado para ti mismo, y nuestros corazones están inquietos hasta que encuentran su descanso en ti” (Confesiones).

Pero no podemos llegar ahí por nosotros mismos. Ésta no es nuestra obra, sino la de Dios. La espera confiada en el Señor es el propósito del Adviento: aguardar, anhelar, esperar, creer.

Y Dios es fiel. Escuchamos del profeta Sofonías que Dios promete: “En aquel tiempo yo los traeré, en aquel tiempo los reuniré…” (Sofonías 3:20).

Pero Aquél por el que esperamos no está contento con tan sólo acercarnos, sino que cumple esta promesa viniendo a nosotros como Emanuel, Dios con nosotros. En el Cristo hecho carne, Dios viene a nosotros, nos encuentra y da descanso a nuestro corazón inquieto.

Un amigo mío dijo: “El mundo ansía un sentido más profundo de la conexión espiritual, pero no hemos descubierto cómo encontrarnos con el mundo en esa conversación y anhelo. ¿Cómo puede ser el Adviento el inicio de esa nueva conversación? ¿Qué tan diferente sería el Adviento si pudiéramos empezar a pensar en ese profundo anhelo como parte de nuestra jornada de Adviento?”

Sentirnos inquietos en esta temporada podría ser bueno para nosotros. Dios no decepcionará.

¡Alégrense! ¡Alégrense! Emanuel vendrá a ti, oh Israel (ELW, 257).

Mensaje mensual de la obispa presidente de la Iglesia Evangélica Luterana en América. Esta columna apareció por primera vez en la edición de diciembre de 2015 de la revista en inglés The Lutheran. Reimpreso con permiso.

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