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¿Podemos responder a la pregunta de “por qué”?

Por Elizabeth Eaton

Para proseguir con mi educación, una vez me inscribí en un curso de introducción a la filosofía en un colegio comunitario de dos años. Yo había estudiado música en la universidad y nunca seguí cursos de filosofía. Como la filosofía y la teología están íntimamente relacionadas, pensé que era hora de que conociera mejor la tradición filosófica de Occidente. Así que me puse a aprender cómo los grandes filósofos han abordado las preguntas de la existencia humana.

Fue una experiencia interesante. Mientras recorríamos los siglos de filosofía occidental, parecía que los filósofos cambiaban el enfoque para abordar las “grandes preguntas”: significado, trascendencia, sufrimiento, el papel de la voluntad. Todo este proceso estaba dirigido por un profesor que decía ser un mormón no practicante quien, me parece, nunca logró superar el ambiente de protesta de la década de los sesenta.

Me resultaba incómoda esta convergencia de un profesor que aún lidiaba con su propio rechazo de su tradición y los sistemas filosóficos que le prestaban más atención al “cómo” frente al “por qué”. No me creí para nada el determinismo, especialmente cuando un estudiante lo usó para explicar una desafortunada decisión que implicaba beber y conducir (nadie salió lesionado). ¿Qué debía hacer una joven luterana?

Mi oportunidad llegó cuando el profesor nos mandó escribir un ensayo sobre lo que habíamos aprendido de cualquiera de las filosofías abarcadas en clase. Me metí de lleno. Era una tarea para conseguir créditos extra, diseñada para dar una segunda oportunidad a los que estaban en peligro de reprobar la materia. Como yo no estaba dentro de esa categoría, inmediatamente me vieron como “uno de esos estudiantes” (estoy segura que mis compañeros usaron un lenguaje menos refinado).

Titulé mi ensayo “Cómo o por qué: mecánica newtoniana vs. metafísica cuántica”. Muy pasado de la raya, pero yo me había puesto una misión. Quería hacer notar al profesor que en la vida hay más que el “cómo” de las cosas, que hay significado y trascendencia aunque no podamos percibirlo mediante la razón o el entendimiento humano. Quería dar testimonio de mi convicción de que en la vida hay muchas más cosas que sólo mecánica y técnica en el camino hacia una conclusión determinista. Y quería señalar la verdad que había experimentado: que existe un ser amoroso y relacional que se preocupa por nosotros y por la creación.

Obviamente el profesor quedó desconcertado por el esfuerzo que puse en el proyecto, además de quitarme cinco puntos por haber usado una contracción. Pero mi punto era entonces, igual que ahora, que como cultura y como iglesia nos hemos vuelto muy competentes para hablar del “cómo” de las cosas. Para la iglesia esto significa que “cómo” se ha convertido en la pregunta que determina dónde concentramos la atención, cómo vivimos y cómo distribuimos los recursos. Hemos desarrollado programas —hermosos programas— para saber cómo llevar a cabo la educación cristiana, la adoración, la mayordomía, la defensa de los derechos, la justicia, el evangelismo, el ministerio global y el ministerio juvenil. No descuiden ninguno de estos.

Pero, ¿podemos como iglesia responder la pregunta de “por qué”?

Al participar este año en la conversación sobre la futura dirección y las prioridades de esta iglesia, esa es la pregunta que debemos responder. Si no podemos responderla claramente y con convicción, no visualizo mucho cambio para nosotros.

En el Catecismo Menor, Martín Lutero nos da cierta dirección:

“Creo que Jesucristo, verdadero Dios, engendrado del Padre en la eternidad, y también verdadero hombre, nacido de la virgen María, es mi Señor. Que me ha redimido a mí, criatura perdida y condenada, me ha rescatado y librado de todos los pecados, de la muerte y del poder del diablo, mas no con oro ni con plata, sino con su santa y preciosa sangre y con su inocente pasión y muerte. Y todo esto lo hizo para que yo sea suyo y viva bajo él en su reino y lo sirva en justicia, inocencia y bienaventuranza eternas, así como él, resucitado de entre los muertos, vive y reina eternamente. Esto es ciertamente la verdad”.

Mensaje mensual de la obispa presidente de la Iglesia Evangélica Luterana en América. Esta columna se publicó por primera vez en la edición de abril de 2016 de la revista en inglés The Lutheran. Reimpreso con permiso.

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Sábado de Gloria – Un espacio entre el Viernes Santo y el Domingo de Pascua

Por Elizabeth Eaton

Ambos tomaron el cuerpo de Jesús y, conforme a la costumbre judía de dar sepultura, lo envolvieron en vendas con las especias aromáticas. En el lugar donde crucificaron a Jesús había un huerto, y en el huerto un sepulcro nuevo en el que todavía no se había sepultado a nadie. Como era el día judío de la preparación, y el sepulcro estaba cerca, pusieron allí a Jesús. (Juan 19:40-42).

Sábado de Gloria. Una pausa. Un espacio entre el Viernes Santo y la Pascua. Un sepulcro lleno y, excepto por el guardia, un huerto vacío. Sin movimiento. En silencio.

No prestamos mucha atención al Sábado de Gloria más que como día de preparación para el Domingo de Pascua. El grupo juvenil tiene que prepararse para el desayuno de Pascua. El gremio del altar está ocupado encargándose de los lirios y preparando el altar. Los supermercados están llenos. Se pintan huevos. Estamos ocupados con un ajetreo de anticipación. Dejamos atrás el Viernes Santo. Incluso la Vigilia Pascual en la noche del Sábado de Gloria anuncia y dirige la mirada hacia la resurrección.

Nosotros, por supuesto, vivimos después de la primera Pascua. Sabemos cómo acaba la historia y se sentiría forzado quedarse en el Sábado de Gloria como si no supiéramos de la resurrección. Pero se nos ha concedido este día santo para hacer una pausa. Se nos ha dado este espacio santo para manifestar nuestro duelo; para estar vacíos; para darnos cuenta que la vida, tal como la conocemos, se ha acabado.

Esto resulta profundamente incómodo en nuestra cultura. Lo vemos en los noticieros cuando se empieza a hablar de un cierre inmediatamente después de una tragedia. Podría ser un intento bienintencionado por aliviar el dolor, pero no sana. Existe un peligro en superar con demasiada rapidez el duelo. Es importante resistirse al ansia de llevar al afligido hacia esa etapa de “cierre”.

No se puede apresurar el proceso de duelo por tragedias como las de Sandy Hook, Mother Emanuel o San Bernardino. Ninguno de los Viernes Santos de nuestra vida lo puede hacer. La resurrección se produjo después de una muerte real. La crucifixión no fue una metáfora. Un corazón dejó de latir. Exhaló su último suspiro. Un hijo murió. Las madres de Siria, El Salvador o el lado sur de Chicago hacen guardia al pie de la cruz.

Pero el Sábado de Gloria es algo más que el santo y necesario espacio para enfrentarse a la muerte sin negaciones, y para llorar sin la anestesia entumecedora del sentimentalismo. Algo mucho más profundo está pasando. Es una invitación a aceptar que la vida, tal como la conocemos, se ha acabado. Todos nuestros planes, toda nuestra premeditación y todas nuestras buenas intenciones se han acabado.

En el Sábado de Gloria se nos invita a dejar atrás nuestra vida y entrar al sepulcro. Nuestro esfuerzo y nuestro sentido de la justicia, así como nuestro pecado, nos atan. Nuestro esfuerzo por salvar nuestra vida nos ata. Esto es así tanto para la iglesia como para cada uno de sus miembros.

Me siento agradecida por la innovación fiel y el constante esfuerzo de todas nuestras gentes y congregaciones. No estoy tan apartada del ministerio parroquial como para no recordar sus dificultades y alegrías. Hay algo noble y querido en los santos que acuden una semana tras otra, un año tras otro, para escuchar y recibir el evangelio y, en respuesta a la gracia, participar en la obra reconciliadora de Dios en el mundo. Pero un día llega la hora en que hay que tomar en serio la enseñanza de Jesús: “Porque el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mi causa, la encontrará” (Mateo 16:25).

Ese día entre Viernes Santo y Pascua se puede mirar como un vacío, una nada, algo a lo que hay que resistirse a toda costa, algo a llenar. Es la misma reacción que muchos en nuestra cultura manifiestan ante el silencio. Es como si el sonido y la actividad demostraran que todavía existimos. Pero pienso que el espacio entre la crucifixión y la resurrección —verdaderamente aterrador y verdaderamente compasivo— nos llama desde nuestra vida hacia la vida en Cristo. Después de todo, no fue ni el ruido ni el fuego lo que llamó la atención de Elías, sino el sonido del puro silencio (1 Reyes 19:11-13).

Cuando dejemos atrás nuestras vidas y entremos al sepulcro, cuando el silencio nos rodee, entonces veremos que Jesús ya nos precedió, anticipándonos, acogiéndonos para que nos quedemos quietos y muramos en él y encontremos nuestra vida en él. Descansa, querida iglesia.

Mensaje mensual de la obispa presidente de la Iglesia Evangélica Luterana en América. Esta columna se publicó por primera vez en la edición de marzo de 2016 de la revista en inglés The Lutheran. Reimpreso con permiso.

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Reconciliarse con la felicidad – por Elizabeth Eaton

Es una cuestión cultural, para nada la alegría de encontrarse en el Cristo crucificado.

En su libro Smile or Die: How Positive Thinking Fooled America and the World (Sonríe o muere: sobre cómo el pensamiento positivo engañó a América y el mundo) Barbara Ehrenreich escribió sobre la incansable presión que enfrentaba para ser optimista mientras se sometía a un tratamiento contra el cáncer. Cualquier interrupción de la actitud positiva proporcionaría ayuda y consuelo a las células cancerígenas que atacaban su cuerpo y ella sería, de alguna manera, responsable del fracaso de su tratamiento. ¡El pensamiento positivo conduce a resultados positivos que, inexorablemente, llevan a la felicidad!

La búsqueda de la felicidad se ha vuelto obsesión en la cultura estadounidense. La incomodidad, la intranquilidad y la enfermedad deben evitarse si es posible y debe lidiarse con ellas de manera firme con la ayuda del analgésico apropiado —ya sea médico, emocional, social o religioso— si es necesario. No se debe tolerar la tensión en las relaciones o dentro de uno mismo. El alivio se convierte en el bien mayor.

Nos hemos convertido en una sociedad que no soporta el dolor, anestesiada. Creemos que todo es justo y tal como es. O, al menos, creemos que todos los demás llevan una vida modelada en una familia perfecta, y encuentran la felicidad y la plenitud en una vida profesional increíble mientras hacen trabajo voluntario merecedor del premio Nobel de la Paz, investigaciones aptas para una disertación en su afición por estudiar la historia rural de la Francia del siglo 19 y trabajan en un huerto orgánico sustentable en su tiempo libre. Todo ello sin esfuerzo. Y si no estamos viviendo esa visión de la buena vida, entonces necesitamos ponernos las pilas.

En este sentido, la felicidad, tal como se define en nuestra cultura, está sobrevalorada.

Hay momentos en nuestras vidas en los que debemos pasar por el dolor. Hay momentos en los que la tensión no se debe solucionar con demasiada rapidez. Hay momentos en los que debemos de pasar por dificultades. No estoy defendiendo la dureza de “cuando tenía tu edad caminábamos cuesta arriba para ir y volver de la escuela entre la nieve mientras masticábamos pintura y nos envolvíamos en asbestos”. Al contrario, lo que externo es la posibilidad de que esa “felicidad” que evita toda incomodidad es una ilusión desesperada y estéril. Amortigua la vida y puede convertirse en una especie de cautividad, una búsqueda agotadora de un alivio que, significativamente, lleva a una vida en la que nos consumimos. Acabamos siendo desesperadamente felices.

La vida en Cristo ofrece una alternativa. El gozo. Ésta es una participación activa, viva, en el amor misericordioso de Dios, demostrado en la muerte y resurrección de Cristo. La crucifixión no fue un evento carente de dolor. La Pasión fue el intento deliberado de Jesús de desligarse de cualquier cosa que mitigara o suavizara la agonía del pecado y la muerte que atacan a la vida y el amor.

“La actitud de ustedes debe ser como la de Cristo Jesús, quien, siendo por naturaleza Dios, no consideró el ser igual a Dios como algo a qué aferrarse. Por el contrario, se rebajó voluntariamente, tomando la naturaleza de siervo y haciéndose semejante a los seres humanos. Y al manifestarse como hombre, se humilló a sí mismo y se hizo obediente hasta la muerte, ¡y muerte de cruz!” (Filipenses 2:5-8).

Este acto supremo de presencia y vulnerabilidad radicales por parte de un Dios apasionado nos da vida, esperanza y un futuro, incluso y especialmente, frente a todas las cosas feas y mortales que la vida nos lanza a la cara. Esto se opone diametralmente a una “felicidad” que nos encierra en una comodidad vacía. Éste es el verdadero gozo.

Resulta extraño y difícil que la cruz sea un símbolo de alegría. Podría resultar aún más extraño y difícil creer y confiar en que una vida conformada al sufrimiento, servicio y muerte de Jesús sea, de hecho, la buena vida. El mundo ofrece “felicidad”; Cristo da gozo. El mundo quiere lo “fácil”; nuestra vida en Cristo da simplicidad. El mundo promueve una vida anestesiada; la vida cruciforme hace posible que estemos completamente presentes. El mundo pregona el pensamiento positivo; nosotros estamos invitados a ser del mismo pensamiento que encontramos en Cristo.

Y por lo tanto, querida iglesia, ¿qué forma podría adoptar este gozo? Unidos en el bautismo hasta la muerte y resurrección de Cristo, podemos estar plenamente conscientes del sufrimiento —el nuestro y el de los demás— y no alejarnos. Al reconocer el dolor, nos vemos impulsados a llevar la sanación. Vivir en la tensión entre la misericordiosa voluntad de Dios y la desolación causada por el pecado humano para el que la cruz aporta un mayor alivio, podemos señalar la victoria de Dios al final, aunque tengamos dificultad para darnos cuenta en nuestras comunidades.

Jesús no murió para hacernos felices. Jesús murió para que su alegría pueda encontrarse en nosotros y que esa alegría sea completa.

Mensaje mensual de la obispa presidente de la Iglesia Evangélica Luterana en América. Esta columna apareció por primera vez en la edición de noviembre de 2015 de la revista en inglés The Lutheran. Reimpreso con permiso.

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¿Qué es ser “luterano”? – por Elizabeth Eaton

Tenemos una forma particular de entender la historia de Jesús.

Durante los dos últimos años, he organizado mi trabajo alrededor de estos cuatro énfasis: somos iglesia, somos luteranos y luteranas, somos una iglesia unida y somos iglesia para bien del mundo.

Deseo dedicar un poco de tiempo a pensar con ustedes lo que significa ser luteranos en el siglo 21. ¿Qué queremos decir cuando afirmamos que somos luteranos?

Un buen lugar para comenzar quizás sea preguntar por qué es importante y útil tener una identidad luterana. Algunos dirán que las denominaciones y la lealtad a las mismas son cosas del pasado. Tienen algo de razón, especialmente si nuestra denominación se define por la etnia y la cultura, y si nuestra lealtad se dirige principalmente a la denominación y no a nuestro Señor.

Hubo una campaña durante el movimiento por expandir la iglesia en la década de 1980 para deshacerse de cualquier señal que identificara a la denominación. Se suponía que la iglesia luterana St. Paul, en su imperturbable abandono, pasaría a llamarse algo así como “The Church at Pheasant Run” (la iglesia en la senda del faisán) ¡Qué evocador! ¡Qué maravilloso! Un simple cambio de nombre mataría dos pájaros de un solo tiro: dejar de espantar a los que se oponían a las denominaciones y atraer montones de gente. No lo hizo.

En un intento por ser más atractiva, se volvió genérica. Tener una idea clara de quiénes somos y en qué creemos no es un lastre, es un activo. Si estamos bien definidos y bien diferenciados, tenemos una mayor capacidad para participar en el diálogo ecuménico e interreligioso y podemos ser una voz clara en la plaza pública.

Pero, ¿qué es ser “luterano”? Nos reímos con la cariñosa caricatura que hace el autor Garrison Keillor de los luteranos. Sí, nos describe a muchos de nosotros, pero no a todos. Nunca repudiaría la herencia occidental y del norte de Europa de miles de los nuestros. Forma parte de nuestra historia. Pero también tenemos a miles de hermanos y hermanas de origen africano, asiático, latino, nativo americano y árabe y de Medio Oriente, algunos de los cuales llevan generaciones enteras siendo luteranos.

Y la iglesia luterana está experimentando su mayor crecimiento en el “sur global” (África, América Central y Latinoamérica y la mayor parte de Asia). Hay más luteranos en Indonesia que en la ELCA. Hay más luteranos en Etiopía y Tanzania que en los EE.UU. Hay más luteranos en El Salvador, en Japón, en India, en México, en Palestina, en Jordania, en China y en Irlanda. La iglesia luterana más reciente se está formando en el país más joven del mundo. Estamos trabajando con pastores luteranos sudaneses para establecer una iglesia luterana en Sudán del Sur. Las gelatinas en polvo Jell-O no suelen aparecer en las comidas de traje de estos luteranos. El factor fundamental de ser luterano no es la etnia.

Si la cultura y la cocina no nos definen, entonces debe hacerlo nuestra teología. Los luteranos tienen una forma muy particular de entender la historia de Jesús. No es un movimiento que transita de la libertad desenfrenada a la sumisión. Es, más bien, la historia de cómo Dios nos redime del pecado, la muerte y el diablo, liberándonos de las cadenas que nos atan al pecado de manera que, liberados y vivos, podamos servir a Dios al servir a nuestro prójimo. Y no es cuestión de nuestro esfuerzo, bondad o ardua labor. Es la bondadosa voluntad de Dios para ser misericordioso.

Pruébenlo en casa: pregunten a sus familiares o amigos qué deben hacer para tener una buena relación con Dios. Después del asombro ante esta pregunta, adivino que hablarán de guardar los mandamientos, ser una mejor persona, leer más la Biblia. No. El amor de Dios en acción en el Cristo crucificado crea una buena relación. Nuestra parte es recibir este don con fe.

Esto es una inversión sorprendente de la forma en que siempre ha funcionado todo. No tenemos una relación transaccional con Dios: si hacemos esto, entonces Dios hará esto otro. Es una relación de transformación. Nosotros, que estábamos muertos en el pecado, hemos sido renovados. Somos libres de responder a ese amor profundamente vinculante. Lo que comemos, los himnos que cantamos, los chistes que contamos, nuestros países de procedencia, el color de nuestra piel, las prendas que vestimos, nada de eso nos une o nos hace luteranos. Es la gracia de Dios. Y eso es una buena nueva en cualquier idioma.

Mensaje mensual de la obispa presidente de la Iglesia Evangélica Luterana en América. Esta columna apareció por primera vez en la edición de octubre de 2015 de la revista en inglés The Lutheran. Reimpreso con permiso.

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Si Dios es suficiente – por Elizabeth Eaton

Podemos liberarnos del apego a nuestros planes, voluntades y éxitos.

De vez en cuando me invitan a celebrar el aniversario de alguna congregación. Es maravilloso ver a la iglesia en acción y conocer a miembros de diferentes partes del país.

También es interesante ver la variedad de tamaños y estilos arquitectónicos de nuestros templos. Mirar las edificaciones que se agregan a las iglesias es como estudiar los anillos de crecimiento en los árboles: se pueden apreciar los periodos de crecimiento rápido y de contracción. Por lo general, la primera unidad se construyó hace uno o dos siglos, la ampliación del santuario se levantó cuando el original se quedó chico y el ala dedicado a la educación se añadió a fines de las décadas de 1950 ó 1960. He visto docenas de iglesias así y recuerdo que mi última parroquia mostraba un patrón de crecimiento similar.

Con mucha frecuencia, sin embargo, la membresía de estas congregaciones se ha reducido. Un santuario construido para acoger a 400 personas, ahora sólo recibe a 50 los domingos. Las salas dedicadas a escuela dominical y gimnasio, en las que en otro tiempo resonaban las voces de los niños, ahora se encuentran vacías o, en congregaciones más emprendedoras, han sido rentadas a grupos comunitarios y organizaciones de servicio social.

En estas congregaciones, la celebración del aniversario tiene un gusto agridulce: durante un glorioso domingo, el santuario se llena de miembros actuales y exmiembros acompañados de sus hijos y nietos; se comparten historias de la época dorada de la congregación; hay energía y entusiasmo, y luego todo el mundo se marcha a casa. Al siguiente domingo, las 50 almas afables que quedan se reunirán en un santuario cuya soledad es ahora aún más obvia.

Se oye el sonido de un lamento en muchas partes de nuestra iglesia. Las poblaciones han cambiado y las personas se han alejado. Han cambiado las actitudes sobre la religión y la iglesia tiene un estatus menor en nuestra cultura. Eso nos llena de ansiedad y, en algunos casos, de desesperación. ¿Cómo podemos detener la decadencia? ¿Dónde está la siguiente generación? ¿Qué sucedió? ¿Qué significa todo esto?

Tengo una teoría. Estamos experimentando el juicio de Dios. No como si fuera una plaga de langostas acompañada de un fuego infernal, sino como una llamada tenaz, imponente y amorosa que nos lanza Dios a todos nosotros. La iglesia no nos pertenece. La iglesia no es un vehículo para nuestra conveniencia, estatus, éxito o consuelo. La iglesia es el cuerpo vivo de Cristo, al que le ha insuflado vida el Espíritu y que está llamado a una profunda comunión con Dios. Todo lo demás es, en el mejor de los casos, complementario y, en el peor, una distracción.

Dios podría estar llamando al pueblo de Dios a examinar qué es lo que merece nuestra atención. ¿De dónde se extrae nuestra energía?

Si la respuesta a nuestras preguntas desesperadas es cualquier otra cosa que no sea el amor íntimo y completo de Dios como se demuestra en Cristo crucificado y resucitado, entonces es que nos estamos apartando de la fuente de nuestra vida como pueblo y como iglesia.

Había un artículo provocador en la edición de diciembre de 2012 de la revista Christian Century sobre la “noche oscura de la iglesia”. Los autores del artículo sugerían que lo que yo estoy llamando un tiempo de juicio es, en realidad, la acción de Dios que nos libera del apego a nuestros planes, nuestra voluntad, nuestro éxito.

Los autores preguntaban: “¿Que está volviendo a aprender la iglesia sobre sí misma en su noche oscura? La iglesia está volviendo a aprender que su esencia no se encuentra en sus programas y logros, ni en sus actividades y las alabanzas que recibe, sino en la verdad de que ‘de toda la tierra, es ella la que tiene unión con el Dios Trino’ y que Dios es suficiente. Alcanzar este conocimiento significa desconectarse de la glamorosa cultura americana orientada a los resultados, con su producción, medición y crecimiento sin límites”.

Así que, amada iglesia, ¿es Dios suficiente? Si no lo es, entonces estamos condenados a seguir una travesía interminable, agotadora y vacía en busca del significado, la importancia y el propósito. Si Dios es suficiente, entonces tenemos todo lo que necesitamos. Si Dios es suficiente, somos libres para regresar el amor recibido y entregar nuestras vidas en aras del Evangelio y en servicio al prójimo. Si Dios es suficiente, podemos abrir nuestras manos y nuestras vidas. Si Dios es suficiente, entonces podemos soltar las riendas de la iglesia sabiendo que es la iglesia de Cristo, que no es nuestra.

Y si es la voluntad de Dios que haya un testimonio del Evangelio por parte de la ELCA, no existe fuerza sobre la Tierra, ni siquiera la nuestra, que lo pueda impedir.

Mensaje mensual de la obispa presidente de la Iglesia Evangélica Luterana en América. Esta columna apareció por primera vez en la edición de septiembre de 2015 de la revista en inglés The Lutheran. Reimpreso con permiso.

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Sin glamour, pero fundamental – por Elizabeth Eaton

Nuestra relación con el dinero es una cuestión profundamente espiritual.

Una iglesia en el Sínodo del Noreste de Ohio se describe a sí misma como una congregación del “50/50”. Dona la mitad de las ofrendas recibidas. Una parte importante se destina al apoyo a la misión, pero la congregación también apoya ministerios y proyectos locales. Visité la congregación el día en que se iban a aportar ofrendas para un programa especial. Uno a uno, los congregantes con gesto serio se acercaban a colocar sus ofrendas en una cesta ante el altar.

En la parte de atrás de la congregación, me llamó la atención una niña, puede que de 5 años, sentada en el regazo de su padre. Forcejeaba y se retorcía hasta que el adulto le dio su ofrenda y la soltó. Recorrió el pasillo como un tornado, la cabeza en alto y una mirada como si hubiera ganado la lotería. Cuando regresaba a su asiento, señalé la alegría de dar representada en esta pequeña niña. Alguien de la congregación comentó: “No es su dinero”. Esperé un minuto y luego dije: “No, es el dinero de su padre”.

Tenemos una relación conflictiva con el dinero. Por una parte, aseguramos que no nos puede comprar amor o felicidad, pero por la otra medimos nuestro valor y seguridad según su escala. No nos gusta hablar de dinero en la iglesia. Hace años que hablamos de sexualidad humana en esta iglesia, pero no hablamos del dinero. Es totalmente inaceptable.

Recuerdo una entrevista con un comité de vocaciones donde pedí ver los informes del tesorero. Me dijeron: “Oh no, pastora, usted preocúpese de las cuestiones espirituales y nosotros nos preocupamos de las finanzas”. Pero nuestra relación con el dinero es una cuestión profundamente espiritual. Nuestra peculiar relación con el dinero puede mantenernos en una especie de esclavitud. Jesús lo sabía cuando se encontró con un rico que aseguraba haber respetado los mandamientos desde su juventud, pero que seguía sintiendo que le faltaba algo. Cuando Jesús le dijo que vendiera todo lo que tenía, que lo diera a los pobres y le siguiera, “el hombre se desanimó y se fue triste porque tenía muchas riquezas” (Marcos 10:17-22). Tenía muchas posesiones. Era esclavo de sus posesiones.

Dar es una disciplina espiritual. Es la forma que tenemos de aprender a vivir por la fe. Es una forma de participar de la generosidad y abundancia de Dios. Es una forma de ir más allá de nosotros mismos. Es también una forma de conectarnos los unos a los otros. En respuesta a la gracia y amor pródigo de Dios, expresado en la crucifixión y resurrección de Jesús, nuestros donativos son un acto comunal. Dar es tan espiritual como la adoración. Forma parte de nuestra vida unidos. No estoy hablando de los donativos de ostentación y publicidad de uno mismo contra los que advierte Jesús en Mateo 6:2-4, sino de la ofrenda intencional y, en su caso, extravagante de la viuda en el templo (Marcos 12:41-44). El suyo fue un acto público de fe y participación en la vida corporativa de la comunidad.

¿Con qué frecuencia habla su congregación del dinero? ¿En la campaña anual de mayordomía en el otoño? ¿En los foros de adultos? ¿Alguna vez? ¿Cuenta su congregación con educación para la mayordomía y con un programa anual de mayordomía? Sus obispos, el personal de su sínodo y los directores de misión evangélica están listos y dispuestos para trabajar con ustedes. Háblenles por teléfono.

Recientemente, el obispo James Hazelwood del Sínodo de Nueva Inglaterra encuestó a los miembros laicos y ordenados sobre el apoyo a la misión. Descubrió que aproximadamente el 10 por ciento sabía qué era el apoyo a la misión. Es el apoyo financiero que las congregaciones envían a los sínodos para posibilitar y promover la obra de la más amplia iglesia. Un porcentaje se envía a la organización nacional para apoyar la obra de la ELCA en nuestro país y en todo el mundo. Algunos sínodos envían hasta el 55 por ciento del apoyo a la misión recibido. Todos nuestros sínodos son generosos en sus donativos, incluso hasta el punto del sacrificio. Esta es una obra que realizamos juntos: ningún sínodo o congregación individual podría hacerlo solo. Y los sínodos también apoyan ministerios en sus territorios: seminarios, campamentos, universidades, organizaciones de ministerio social, nuevas congregaciones y mucho más.

Han cambiado los patrones para dar. Entiendo que las personas quieran dar a proyectos específicos o a causas locales. Eso está muy bien. Sigan haciéndolo. De hecho, revisen Always Being Made New: The Campaign for the ELCA (Siempre siendo renovados: la campaña de la ELCA). Pueden designar para dar a ministerios vitales que lleven en el corazón. Pero formen parte de un apoyo a la misión que significa fe, liberación y creación de conexiones. Puede que no sea glamoroso, pero hace la diferencia.

¿Con qué frecuencia habla su congregación del dinero? ¿En la campaña anual de mayordomía por el otoño? ¿En los foros de adultos? ¿De vez en cuando?

Mensaje mensual de la obispa presidente de la Iglesia Evangélica Luterana en América. Esta columna apareció por primera vez en la edición de julio de 2015 de la revista en inglés The Lutheran. Reimpreso con permiso.

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La indefinida temporada de Adviento – por Elizabeth Eaton

En el Cristo hecho carne, Dios nos encuentra y proporciona descanso a los corazones inquietos.

Oh ven, oh ven Emanuel, y rescata a la cautiva Israel que llora en solitario exilio aquí hasta que aparezca el Hijo de Dios (ELW por sus siglas en inglés, 257).

Adviento. Es una temporada de preparación y anticipación. Puede llegar a ser agotadora e implacable. El periodo comercial que lleva a la Navidad sin duda se ha hecho más largo. A veces, justo después del Día del Trabajo ya aparecen los escaparates navideños en las tiendas; la publicidad salta en nuestras laptops y dispositivos electrónicos de mano, y los villancicos se convierten en música de fondo en todas partes. Y se librará la guerra anual por la adoración navideña entre los pastores y la gente para decidir si se cantan villancicos navideños en la iglesia durante el Adviento. Pero no voy a tratar ese debate épico en esta columna.

Más bien, lo que quiero es considerar el profundo y santo anhelo que forma parte de esta temporada. Es significativo que las palabras de los profetas y el anhelo de Israel en el exilio sean tan prominentes en las lecciones designadas para el Adviento. La gente anhelaba que viniera el Señor, que actuara, que los redimiera, que los llevara a casa. Su exilio en Babilonia ya no era difícil. Muchos habían conseguido una buena vida, habían tenido hijos y se habían establecido. Pero no estaba del todo bien. Estaban físicamente presentes en Babilonia, pero sus corazones no estaban allí.

Creo que el Adviento es así para nosotros. La tierra es la buena creación de Dios. Encontramos mucha alegría en esta vida. Como luteranos, no nos apartamos del mundo, sino que participamos del mismo creyendo que es un don. Pero también sabemos que no está del todo bien. Que existen la desolación y el dolor: el dolor que experimentamos, el dolor que otros causan, el dolor que les causamos a otros. Y, debido a nuestra desolación, nos volvemos hacia nosotros mismos intentando, en una autosuficiencia fútil, estar completos.

De alguna manera, el Adviento crea una cierta inquietud. Puede que sea una de las pocas temporadas del año en las que nos hacemos más conscientes de nuestro deseo de plenitud y en la que estamos más alerta a las señales de que algo se acerca. Es como oír un sonido en la distancia que anuncia algo, pero que no podemos identificar con claridad. Creo que el Adviento es un tiempo liminar, un umbral. Los celtas a esto lo llamaban un “lugar estrecho, fino”, un lugar y tiempo en el que la tierra y el cielo parecen tocarse. Está justo ahí, apenas más allá de lo que se puede ver, justo más allá de nuestro alcance. Y nos invade un santo anhelo. Isaías lo dijo: “¡Ojalá rasgaras los cielos, y descendieras! …” (Isaías 64:1).

¿Qué hay en nosotros que nos hace preocuparnos, que nos vuelve inquietos? Isaías también escribió: “A pesar de todo, Señor, tú eres nuestro Padre; nosotros somos el barro, y tú el alfarero. Todos somos obra de tu mano” (Isaías 64:8). Parece que este anhelo del Adviento es una conciencia de que no estamos completos apartados de Dios. En el Adviento nos encontramos en ese momento incierto e inquieto entre el fin del viejo año y el inicio del nuevo, un lugar estrecho y fino en el que nos acercamos a Dios dándonos cuenta, como escribió San Agustín: “Tú nos has formado para ti mismo, y nuestros corazones están inquietos hasta que encuentran su descanso en ti” (Confesiones).

Pero no podemos llegar ahí por nosotros mismos. Ésta no es nuestra obra, sino la de Dios. La espera confiada en el Señor es el propósito del Adviento: aguardar, anhelar, esperar, creer.

Y Dios es fiel. Escuchamos del profeta Sofonías que Dios promete: “En aquel tiempo yo los traeré, en aquel tiempo los reuniré…” (Sofonías 3:20).

Pero Aquél por el que esperamos no está contento con tan sólo acercarnos, sino que cumple esta promesa viniendo a nosotros como Emanuel, Dios con nosotros. En el Cristo hecho carne, Dios viene a nosotros, nos encuentra y da descanso a nuestro corazón inquieto.

Un amigo mío dijo: “El mundo ansía un sentido más profundo de la conexión espiritual, pero no hemos descubierto cómo encontrarnos con el mundo en esa conversación y anhelo. ¿Cómo puede ser el Adviento el inicio de esa nueva conversación? ¿Qué tan diferente sería el Adviento si pudiéramos empezar a pensar en ese profundo anhelo como parte de nuestra jornada de Adviento?”

Sentirnos inquietos en esta temporada podría ser bueno para nosotros. Dios no decepcionará.

¡Alégrense! ¡Alégrense! Emanuel vendrá a ti, oh Israel (ELW, 257).

Mensaje mensual de la obispa presidente de la Iglesia Evangélica Luterana en América. Esta columna apareció por primera vez en la edición de diciembre de 2015 de la revista en inglés The Lutheran. Reimpreso con permiso.

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